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El pasado martes, con motivo del Día Mundial de la Libertad de Prensa, El País publicaba un editorial con el título “Libertad de prensa amenazada”. Una cosita breve, sencilla, que venía a recordar lo crudo que lo tienen los periodistas en demasiados lugares del mundo. En él se apunta a los estados totalitarios, el terrorismo, las autoridades corruptas, y comprobamos que lamentablemente todo sigue en su lugar. Un lugar nefasto, por supuesto, aunque el propio. Nada nuevo. Pero en el último párrafo, como para que la cosa no quedara así de sosona y sin personalidad, alguien decidió ponerle el traje de progresismo de izquierda a la burguesa que tanto caracteriza al medio y que tantos buenos compradores le provee y sacar a la palestra el tema del peligro que pueden suponer para el ejercicio del periodismo “las leyes antiterroristas y las políticas de seguridad”. Cuidadín, nos advierte El País, es preciso luchar “contra los intentos de cercenar la libertad de expresión”, y remata: “sería una mala noticia que los periodistas se lanzaran en brazos de la autocensura”. Justito debajo del editorial, si uno se fija, puede ver escritos en pequeñito los nombres del equipo directivo. Presidente: Juan Luis Cebrián. Claro. Se entiende. ¿Cómo podría el editorial abandonar los grandes dramas de exóticos países para venir a tratar nuestras pequeñas miserias domésticas? Si hiciera eso tendría que advertir del peligro que corren los periodistas españoles de echarse en brazos de la autocensura por miedo a que algún jefe (y son demasiados, los jefes, siempre lo son) los mande al paro de una patada en el culo por hablar de algún asunto incómodo. Por si alguien todavía no sabe de qué va la cosa, recordar que el periodista Ignacio Escolar denunció hace apenas una semana su expulsión, sí, como el que expulsa una heces incómodas, como colaborador de un programa de la Ser por hablar de su relación con los papeles de Panamá y etcétera.
Sí, las palabras cuentan, y lo que cuentan es que aquí las cosas no están en su lugar. El mérito de ese último párrafo es que si ponemos las palabras en el contexto adecuado logran trascender el editorial para adquirir un buen puñado de maliciosas y reveladoras connotaciones. Algo falla. Si a alguien no le convence esto que intente leer El Mundo de ayer. Nada nuevo tampoco, solo un episodio más. Quizás por ello, frente al empeño de algunos en sustituir el valor semántico de las palabras por el económico, otros decidimos creer en ellas frente a quienes las DICTAN.